de escarcha habita
el recuerdo,
se hace vívido el momento
en que, por indicación
de la profesora
-no más de siete u ocho años
debías tener-, construiste
aquel belén en el que
cada figura era un fragmento
cuidadosamente medido
de un palo de madera
de escoba.
Pintaste en cada una los ojos,
la sonrisa que precede
todo nacimiento,
la sombra del pelo,
las coloridas túnicas,
las coronas de papel
pegadas sobre las cabezas
de los reyes magos.
Fuiste al pinar –como ayer,
durante tu paseo-
y tus manos extrajeron
con cuidado el radiante
verde escarchado del musgo.
Como un tesoro lo acogiste
en tu seno hasta señalarlo
como paisaje eremita;
varias cortezas de pino
te sirvieron
como choza improvisada.
Con papel de aluminio
dibujaste un riachuelo,
con el papel cuadriculado
de tus cuadernos diseñaste
ovejas, una mula, un buey
y hasta los pastorcillos,
que apenas se sujetaban
de pie.
Hace años que perdiste
la pista de aquel belén;
quizás sirvió, como el olmo
de Machado, como leña
propicia para un tiempo hostil.
Su solo recuerdo, sin embargo,
te da calor;
sus amadas cenizas saben bien
de tu nombre, las manos tiznadas
y sus afanes.